Hace unos años acudí, invitada por la Asociación de Alcohólicos Rehabilitados (ARVA), a un debate en el Centro Cívico de Canterac sobre el “botellón”. Más allá de valoraciones morales intenté buscar una explicación social a este cambio cultural en el ocio, propio de mi generación. Decía entonces, y lo mantengo, que cada vez se llega a una edad más temprana a la condición de clientes y, por el contrario, llegamos más tarde a la plenitud ciudadana tal y como se entendía: trabajo estable, vivienda, relaciones familiares consolidadas, etc. El tránsito de la niñez a la vida adulta es cada vez más largo en lo que importa, pero mientras tanto se buscan (y se promueven) formas de ocio que nos evadan aquí y ahora de la situación de incertidumbre que lastra nuestra juventud.
Incertidumbre y precariedad son, sin duda, las dos características que marcan a mi generación. Todo es provisional, nada te pertenece. Poca gente de mi edad puede decir que su profesión es la de electricista, abogada, dependiente de una tienda o cualquier otra. Tampoco tiene una vida ligada a un barrio determinado, porque el trabajo le lleva fuera de la provincia o los precios de la vivienda a los municipios del entorno. Las posibilidades de planificar la propia vida son cada vez menores, nos faltan certidumbres para no temer dar un paso en el vacío, como le está pasando a miles de personas que se ven desahuciadas al no poder hacer frente a sus hipotecas.
Y, para nuestra desgracia, la reforma laboral que ha planteado el gobierno de Mariano Rajoy, viene ahora a acabar con las pocas certezas que teníamos. Sabíamos que no encontraríamos trabajo “de lo nuestro”, ni muy bien pagado, ni muy estable. Pero al menos contábamos con que, por ejemplo, no te podían despedir si faltabas justificadamente por enfermedad. O que, si te echaban simplemente porque las expectativas de la empresa no se cumplían, era un despido improcedente y te debían indemnizar en mayor cuantía. Y sabíamos que, por pequeña que fuera nuestra empresa o desalmado nuestro jefe, existían convenios del sector que, mejor o peor, nos reconocían una serie de derechos que nadie podía tocar. Ahora todos esos derechos, y muchos más, han desaparecido de la ley. Si antes nuestra vida discurría al filo del precipicio, ahora tenemos la sensación de que el suelo puede abrirse bajo nuestros pies en cualquier momento.
Supongo que cualquiera que se haya informado mínimamente se escandalizará ante tal retroceso en los derechos laborales. En mi caso no hace tanto que estudiaba Derecho del Trabajo, en los últimos cursos de la carrera, y siempre sabes que en lo relativo a leyes puede haber cambios. Pero una no espera que, de la noche a la mañana, se lleven por delante los fundamentos y principios básicos de la legislación laboral, salvo que se produzca de por medio una revolución. Y es que algo así parece que estamos viviendo: una revolución regresiva. La pérdida, en unos meses, de derechos que costó décadas conquistar y consolidar.
Estos profundos cambios no los estoy viviendo como una profesional del Derecho que tiene que memorizar la nueva reforma, sino como una trabajadora más que teme sufrirla en sus propias carnes o en las de gente muy cercana. Durante mis estudios, combiné las clases con diversos trabajos a tiempo parcial: administrativa, teleoperadora, comercial o incluso azafata de concursos de sumilleres por horas. Nada que no le suene a cualquier persona de mi edad. Desde hace año y medio vivo mi período de mayor estabilidad con dos trabajos a tiempo parcial, entre los cuales sumo 30 horas a la semana y poco más del salario mínimo. ¿Todavía tengo que explicar a alguien por qué yo, y todos los cargos públicos de Izquierda Unida, hicimos huelga el pasado 29 de Marzo?
No se trata de hacer daño al PP, o de hacérselo al PSOE hace solo unos meses. Ni de dar lustre al nombre de los sindicatos o al de las organizaciones políticas que apoyamos la Huelga General. Lo que nos jugamos en esa huelga y en el resto de movilizaciones que tienen que venir, es la posibilidad de vivir con una mínima dignidad. Demostrar que no pensamos tragar con todo lo que nos venga, porque seremos humildes pero sabemos lo que está pasando. El problema de la economía española no es que nos paguen demasiado al despedirnos, o que no nos puedan cambiar a discreción nuestros horarios o nuestro lugar de trabajo. Sabemos que solo son remedios cicateros a nuestra costa para evitar perder su trozo del pastel. No hemos provocado la crisis, así que no nos toca pagarla. Por eso salimos tanta gente a la calle, porque sabemos que nos están robando la vida Boletín Oficial en mano.
No nos quedaba otra, “la Huelga o la vida”, ese era nuestro dilema. Y hemos respondido que nos podrán arrebatar los derechos, pero no la dignidad.
Artículo publicado en «Delicias al Día» en Abril de 2012