Estos días se está hablando mucho del techo de gasto impuesto a las administraciones, algo que trae de cabeza a los Ayuntamientos. La primera razón para contar con tantas voces contrarias es que los ayuntamientos soportamos un control mucho más severo que ninguna otra administración, a pesar de ser, con mucho, la menos endeudada. La segunda es que ese control se ejerce de forma discrecional con mayor coerción según el color político del gobierno municipal de turno.
La deuda de las corporaciones locales está en 35.000 millones de euros. Sin embargo, la de las comunidades autónomas supera los 280.000 y la del Estado roza el billón, con be, de euros. Por tanto, aportamos menos del 3% y, sin embargo, el foco está puesto sobre nuestras cuentas. No podemos gastarnos nuestro propio superávit, nos miran con lupa cualquier contratación de personal o cualquier creación de empresas públicas.
No se trata de un rifirrafe entre administraciones: lo que está en juego son los servicios y prestaciones de la gente. Tenemos recursos para dar más a nuestros vecinos y vecinas, podríamos llegar a más, pero no nos dejan, porque pretenden que las cuentas se las cuadremos quienes menos hemos contribuido al desfase de las cuentas públicas.
Hay otras vías para cuadrar el balance: reforma fiscal que se atreva a tocar el bolsillo a quienes más tienen, inspección contra el fraude y el blanqueo de capitales, no dar por perdidas las ayudas a la banca y cerrar el grifo a ese tipo de prácticas que socializan las pérdidas de quienes se enriquecieron a costa del resto. Valladolid tiene sus cuentas en orden; lo lógico es que nos dejen gestionar nuestros propios recursos.
Además hay una cuestión profundamente ideológica que impregna estos debates. Se controla muy duramente el presupuesto, el personal, la iniciativa pública, cuestiones que, efectivamente suponen un gasto, pero realmente son una inversión. Porque repercuten en más y mejores servicios a la ciudadanía. Si las cuentas no cuadran no es porque se preste demasiada ayuda a domicilio, porque haya demasiados centros deportivos o demasiada actividad cultural. Los grandes boquetes los hacen casos en los que la contratación pública se desboca con obras faraónicas que acumulan sobrecostes descomunales.
Ahí están el caso de la calle 30 en el Madrid de Gallardón, la Ciudad de las Artes de Calatrava y Rita Barberá, la Ciudad de la Cultura de Santiago de Compostela, el tranvía de Parla y tantos otros ejemplos. Ni la Ley Montoro, ni la regla de gasto, ni la tasa de reposición están diseñadas para actuar contra esto. A lo que afectan es a los servicios públicos.
Y lo que realmente está en juego es una cuestión democrática. Los límites de la autonomía municipal se constriñen de tal manera que a las corporaciones solo les quedará decidir cómo gestionar concesiones a empresas porque no podrán prestar sus propios servicios municipales. ¿Qué diferencia supondrá entonces para la ciudadanía que gobierne una u otra fuerza política? ¿Para qué valdrán los programas electorales y, sobre todo, qué utilidad tendrá el voto?
Mientras el Banco de España da por perdidos 60.000 millones de ayudas a la banca, se dice a algunos ayuntamientos que son un riesgo para la economía y hay que intervenir sus cuentas. Pero cada vez hay muchos más ayuntamientos que no estamos dispuestos a aceptar su corsé: nos votaron para hacer otra política y no nos lo impedirán.
Artículo publicado en Delicias al Día de diciembre de 2017.