Bolardos. Algo tan simple es lo que, según dicen algunos, habría salvado vidas en Las Ramblas. Es el nuevo mantra para darnos sensación de seguridad. Hace dieciséis años secuestraron unos aviones y desde ese momento las medidas de seguridad se extremaron en los aeropuertos. Pero poco tardamos en comprobar que también se podía matar masivamente en trenes, y por eso hoy hay que pasar el control antes de montar en AVE; a pesar de aquel atentado fuera en cercanías. Y después llegaron los camiones y furgonetas, y a cada paso vamos buscando la solución mágica que nos proteja de lo inesperado.
Porque, en el fondo, es precisamente eso lo que nos aterra, la imprevisión. Estadísticamente, morir en un atentado es altamente improbable. Pero ese sadismo incomprensible e indiscriminado nos hace sentir que nos podría tocar a cualquiera, en cualquier momento. Las muertes en carretera, en el trabajo e incluso en casa a manos de nuestras parejas están entrando por desgracia, dentro de la cotidianeidad, del tal forma que el país no se para por ellas, como nos paramos aquella tarde y los siguientes días ante el televisor.
Pero, precisamente, ese grado de sadismo y desmesura es lo que revela lo inútil de discutir sobre bolardos o sobre bolsitas transparentes en la maleta del avión como si fuese la solución. Cuando existe tal determinación para hacer daño, se acaba encontrando otro camino. No se trata de tomarlo como inevitable; se trabaja, y se trabaja bien para prevenir y lograr que no ocurra. Y puede ser lógico poner bolardos. Pero agarrotarnos y obsesionarnos con ello solo será un éxito de quienes pretenden aterrorizarnos.
Otra cosa es que haya quien quiera aprovechar la conmoción para desprestigiar al enemigo político. A gente de tal bajeza, lo tenemos comprobado, no hay bolardos que les detengan.
Artículo publicado en El Norte de Castilla.